Por *Benjamín Marticorena
Los conocimientos científicos básicos que se dan en la
escuela tienen un vasto potencial formativo del individuo para la comprensión
de sus entornos natural y social y para su más profunda y constructiva relación
con ellos. Los valores intrínsecos de la ciencia merecen una atención especial
de parte de los maestros y de los gestores de la educación escolar y ser
eficazmente incorporados en la metodología de su enseñanza en la escuela.
Ese conjunto de conocimientos básicos y su apropiada
enseñanza son indispensables no única ni principalmente para los jóvenes que vayan
a ser científicos, sino para todos en general, puesto que constituye una fuente
de enriquecimiento cultural y social, y una gratificante actividad intelectual
y práctica.
Una idea generalmente aceptada es que la aprehensión del abecedario
básico de conocimientos científicos se logra más plenamente en la primera niñez,
tiempo en el que, como escribió un destacado científico y educador[1], los
individuos “tienen voracidad de saber”. Otra
idea bien fundada en la experiencia es que la enseñanza escolar de ese saber
básico es eficaz y de efecto prolongado en las consciencias de los niños y
jóvenes cuando se realiza enfatizando el proceso deductivo del descubrimiento
científico. Con experimentos sencillos y metodología adecuada, a los niños
puede inducírseles a descubrir que la Tierra es una esfera de aproximadamente
17,200 Km de diámetro que gira alrededor de su eje norte-sur. Puede estimulárseles
a construir y poner a prueba, con materiales caseros, un pequeño submarino; reconocer
y explicar el ciclo de agua entre el océano, la atmósfera, la cordillera y el
océano nuevamente; simular el funcionamiento de un volcán, levantar un peso
mucho mayor al suyo con una palanca, e infinidad de otras sugerentes
experiencias que les darán comprensión del entorno físico, certeza de ubicación
dentro de él, y seguridad para opinar.[2]
Es casi un lugar común que los conocimientos científicos básicos
son importantes para entender el escenario físico en que vivimos y para, a
partir de ese entendimiento “poner la naturaleza al servicio del hombre”[3]. Pero,
además de esa dimensión instrumental y utilitaria de la ciencia y de su
enseñanza en la escuela, reconocemos otras dos dimensiones que se orientan a la
formación más íntima del individuo; a su conocimiento de sí mismo y de los
demás miembros de su comunidad, y a su relación con las otras especies
biológicas y con el planeta en que medran. En suma, a la formación de la
persona como individuo y como ciudadano.
La dimensión ética de la ciencia y de su enseñanza escolar (así
como también de su enseñanza no escolar[4]) es de
un considerable potencial formativo. Hay una ética de la ciencia que se ejerce
a través del científico que la realiza y del maestro que la enseña. Consiste en
no afirmar como verdad nada que no pueda ser experimentalmente demostrado. El
científico tiene toda la libertad para imaginar, intuir y conjeturar y para,
sobre esa base, sugerir hipótesis explicativas del fenómeno o proceso que está
estudiando. Pero esas hipótesis libremente sugeridas deben pasar
satisfactoriamente por la prueba experimental, que se constituye en la
condición esencial de “lo científico”. Esta
rigurosa norma de ética debe ser enfáticamente resaltada en la enseñanza
escolar de la ciencia, tanto porque sin ella la ciencia perdería toda su
confiabilidad, cuanto por su extraordinario potencial para permear todas las
actitudes sociales del individuo con el valor esencialmente moral de la
consistencia del discurso y del respeto de quien lo pronuncia por quien lo
recibe. En la ciencia no puede hacerse trampa. Para impedir que tal cosa
suceda, la comunidad está en vigilia permanente.
Un aspecto distinto de la ética de la ciencia y de su
enseñanza se halla en la condición de inviolabilidad de las leyes naturales.
Que las leyes se cumplen es de una certeza enteriza en la naturaleza; mientras
que esto no es siempre cierto con las leyes que ordenan la vida comunitaria,
que son frecuentemente transgredidas en tiempos de crisis social.
David Lederman, un físico norteamericano que ganó el premio
Nobel en 1988, considerando los reseñados caracteres éticos de la ciencia, se
propuso formar en ellos a los adolescentes de escuelas de Chicago en las que se
venían formando activas bandas violentas. Unos años después los resultados se sus
esfuerzos probaron lo acertado de su apuesta, disminuyendo sustantivamente las
acciones de violencia y poniendo en evidencia el valor social de la enseñanza de
la ciencia con énfasis en sus valores de verdad (realidad) y de necesidad
(obligatoriedad). El buen ejemplo de Lederman fue seguido pocos años después, a
mediados de los 90 por un grupo de destacados físicos franceses (el también
Nobel George Charpak, el físico Yves Queré y el astrofísico Pierre Lena) con el
programa La Main a la Pate, que
Francia ha llevado por el mundo. Inspirada en esa experiencia, Europa
desarrolló el programa Polen. Se
parte de la certidumbre de que los valores de la verdad y la necesidad cultivan
el espíritu y forman al individuo para el ejercicio de su ciudadanía.
La otra dimensión de la ciencia con un profundo potencial
formativo es la dimensión estética. La racionalidad con que la ciencia explica
la realidad física atrae poderosamente el interés de los niños por la
elocuencia, sencillez y admirable imaginación de los modelos que emplea. La
astronomía es la ciencia reina de estas virtudes educativas. Por su puerta
entran los jóvenes más talentosos, creativos y motivados.
La ciencia es para todos.
[1]
Pierre Lena, astrofísico y director del Programa de Enseñanza Escolar de las
Ciencias La Main a la Pate, en
Francia
[2] Una experiencia
del museo La Maloka de Bogotá (museo
que según una encuesta ciudadana es el lugar de visita más apreciado por los
bogotanos) es una bicicleta estacionaria a cuyo costado se ha instalado una
pantalla. El niño se sienta en la bicicleta y pedalea, accionando un generador
de rayos X que proyecta su propio esqueleto en la pantalla. Esta experiencia no
la olvidará ese niño durante toda su vida, y le servirá para comprenderse mejor
a sí mismo y a sus semejantes.
[3]
Una idea fundamental de Bacon que ha sido piedra angular del proyecto de la
modernidad y de la función de la ingeniería
[4] Iván
Ilich, el destacado fundador de la escuela de Cuernavaca (Mx), tan vinculada a
los mejores educadores de América Latina en los años 70 del siglo pasado, pensó
y escribió reiteradamente sobre formas institucionales “no escolarizadas” (es
decir, relaciones educativas fuera de la escuela y de su formalidad) y su
potencial formativo. En su libro Una
Sociedad sin Escuela destacó la fuerza formativa de instituciones no escolares de difusión del
conocimiento; especialmente museos y medios de comunicación periodística.
* Benjamín Marticorena Castillo es Doctor en Física por la Universidad de Grenoble, Francia (1972; con Mención Muy Honorable y Felicitación), ex presidente de CONCYTEC y actual Jefe de la Oficina de Internacionalización de la Investigación de la PUCP.
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